Después de esta advertencia Dios esperó aún algunos momentos y después se dirigió al Kisehel que todavía se encontraba en el polvo. Le tocó y le dijo:
«Kisehel, ¡entra en la Vida eterna, porque ya la has encontrado!
Yo, Abedam Jehová el eterno –– Yo, tu santo Padre, vine personalmente para levantarte... Por eso, renuévate sin temor porque mira: Yo he abolido tu pecado para siempre porque me agarraste con tu amor de una manera como hasta ahora ni uno solo de todos mis hijos en la Tierra lo ha hecho!
Por eso, ¡renuévate también de una manera como hasta ahora nadie se ha renovado! Renuévate dotado de una gran sabiduría que surge de tu amor... y dotado de un gran poder que también surge de tu amor al que todas las cosas animadas y inanimadas están sumisas. Además, estás dotado de la Vida eterna; con lo que te digo que nunca sentirás ni palparás la muerte, porque mediante tu amor a Mí ya mataste toda tu carne.
Aquel que muere como tú acabas de morir ––tras el amor a Mí–– y al que Yo me acerco para despertarle, te digo que él no está despertado para una vida pasajera sino para la Vida eterna...
Y te digo que aquel que no gana la Vida eterna como tú, en el Más Allá aún tendrá que esperar mucho hasta que llegue el gran día de la redención para los muertos.
¡Levántate, pues! Levanta también a tus hermanos e hijos, y sígueme... Amén».
Cuando Kisehel oyó la voz y las palabras del Señor, suspiró profundamente y se levantó, medio embriagado por alegría desbordante. Temblando de todo el cuerpo, no pudo pronunciar ni una sola palabra.
A eso Abedam se acercó aún más a él, le tocó otra vez y le dijo:
«Te digo que estés firme y que todo tu temor sea eliminado para siempre –– incluso el miedo de que pudieras caer de nuevo en la tentación. Porque todo lo que harás en el futuro lo harás en mi Nombre y en mi Amor. Ahora, aquel que en todo lo que dice y hace actúa en mi Nombre, ¿cómo podría ahí salir un pecado?
Os voy a explicar qué es el pecado y cómo alguien puede pecar –– y también cómo alguien puede dejar de pecar...
Fuente: Gobierno de Dios, tomo 1, capítulo 179